Rafael Hernández del Águila
Profesor titular de Geografía Física de la Universidad de Granada. Especialista en temas ambientales, trabaja desde 1979 en dicha temática. Durante 18 años ha dirigido el Seminario de Medio Ambiente y Calidad de Vida de la Universidad de Granada.
Pasado un cierto tiempo del “terremoto mediático” de Fukushima, quizá sea tiempo ya de sacar algunas conclusiones que sirvan de reflexión y propedéutica acerca del desastre. Conclusiones que vayan más allá de la simple descripción —terrible y preocupante por otro lado— de los efectos de la catástrofe.
Lo primero que deberíamos no olvidar es que el problema no se ha cerrado ni resuelto, a pesar de su cada vez menor tratamiento informativo. Dentro de veinticinco o treinta años, podríamos asistir probablemente a “programas recuerdo” como los que ahora vemos o leemos sobre Chernobyl.
¿Ha sido Fukushima producto de un azar impredecible o de una mala suerte imprevista? Nada más lejos de la realidad. En efecto, conviene recordar aunque sea un hecho científico obvio e incontestable, que eventos tectónicos como el que nos ocupa seguirán teniendo lugar en esa área geográfica, por lo que no podemos seguir «sorprendiéndonos» por lo obvio ni, simplemente, lamentar la desgracia.
¿Cómo reaccionar o defenderse eficazmente ante procesos que son mucho más fuertes que nuestra propia capacidad de adaptación al riesgo o al desastre anunciado aunque éste no tenga una fecha fija y determinada?
Una forma evidente y primaria debe ser minimizar en lo posible el riesgo o el impacto de lo que va a pasar con toda seguridad: las placas se seguirán moviendo. Habrá más terremotos y tsunamis. Pero ¿son esa minimización o esa previsión la única clave?
Podríamos plantearnos si en el caso de Fukushima se previó y cuantificó suficientemente el riesgo y el impacto. Todo el debate casi se centra en esta cuestión. Pero ¿se hubiera resuelto el problema haciendo centrales nucleares más seguras? ¿Qué hay detrás de este imperativo de construcción de equipamientos tecnológicos para saciar una sed insaciable de energía? Dejamos apuntada también la duda sobre qué podría pasar en cualquier lugar del mundo económica o tecnológicamente menos avanzado que Japón.
Fukushima es síntoma de una actitud que trasciende las fronteras de lo concreto y que manifiesta un tipo de enfermedad muy grave, a nuestro entender, de la sociedad humana globalizada. Esta «dolencia» consiste en concebir nuestro llamado «desarrollo» a costa de forzar las características, potencialidades y límites de la naturaleza que nos sustenta, y los riesgos e impactos de nuestras actuaciones no son sino una consecuencia de ello. En el caso que nos ocupa, más energía. Se supone que el fin, en este caso, justifica los medios: asumir el riesgo y el impacto como un efecto insoslayable y, en todo caso, un mal menor. Síntomas de esta enfermedad social a que nos referimos serían los ya demasiados desastres ambientales de nuestras sociedades hipertecnologizadas que olvidamos con demasiada frecuencia en la vorágine de noticias de cada día.
La base fundamental de lo ocurrido en Fukushima es una creciente demanda energética sobre cuya necesidad o pertinencia pocas veces reflexionamos y argumentamos. Más energía, pues, a costa de lo que sea, aunque sea, incluso, a costa de las leyes de funcionamiento de la geología terrestre. (Por no hablar de los problemas que atañen estrictamente a la propia energía nuclear a cuyo servicio se instaló esta industria).
En definitiva, la cuestión imperativa parece ser que sólo queremos más energía. El «cómo» y el «dónde» es lo único importante si ese cómo y dónde es más y pronto. Lo demás, el peligro, el riesgo, el conocimiento científico, la incertidumbre o la certidumbre resultan accesorios. Hace ya demasiado tiempo que deberíamos habernos planteado, sin Chernobyl o Fukushima, energía para qué, para quién y a costa de qué o quién.
No deberíamos, por consiguiente, intensificar sine die nuestra necesidad con su subsiguiente oferta de más energía, sino modificar lo que la energía, sus tipos o modos de extracción, ha significado en nuestro «desarrollo» y lo que puede y debe significar en el futuro. ¿Estamos planteándonos si existe o es más deseable ambiental o socialmente otro modelo energético?, ¿para qué es necesario el crecimiento constante de la demanda energética? Algo debería estar ya claro. Aunque la energía fuera física, técnica o económicamente viable o inagotable (y no lo es ni parece que vaya a serlo en un plazo razonable), la pertinencia en su uso va a depender no sólo de su existencia, coste o posibilidad técnica de extracción sino del carácter de su uso, distribución en el reparto o seguridad en su utilización. Asuntos todos ellos no menores y a cuya respuesta Fukushima (como Chernobyl hace treinta años o el agotamiento cercano de los combustibles fósiles) nos aboca. No afrontar dicha respuesta sería una imperdonable apuesta tecnosuicida e ingenua, si no culpable.
Félix Rodrigo Mora
Con la calle y la vida como únicas universidades es autor de siete libros publicados y coautor de dos más, junto con algún folleto y diversos artículos o entrevistas en The Ecologist, Agenda Viva, Generación Net, Soberanía Alimentaria, Raíces y otras publicaciones.
Todo, o casi todo, está ya dicho sobre el desastre de Fukushima en sus aspectos físicos y somáticos. Hemos llorado a los muertos, lamentado la contaminación de los alimentos, las aguas y el aire y expresado nuestra inquietud por el futuro.
Estamos ante un gran desastre, éste en concreto y lo que significan de por sí las centrales nucleares; sin embargo tal catástrofe, con todo, no es mayor que la que se manifiesta en la deforestación, la destrucción de los suelos agrícolas, la pérdida de la capa de ozono y varias otras.
Deploramos lo que afecta a nuestro cuerpo pero nos mostramos mucho más tolerantes con los daños que padece nuestro espíritu. Casi todos parecen olvidar que una parte notable de la energía que consumimos se usa para la imposición de la mentira, el egoísmo, la maldad y la insocialidad por medio de la publicidad comercial y política, de la industria del entretenimiento, del aparato mediático, del sistema educativo y académico, del régimen parlamentario y partitocrático. Eso a muy pocos preocupa.
No hay masas en las calles protestando contra la mentira institucional, pero sí las hay, aunque cada vez menos densas, contra los desastres medioambientales, a pesar de la íntima relación existente entre lo uno y lo otro. Estamos acomodados a la inespiritualidad y la verdad no es apreciada. Deseamos vivir desde y para el estómago, como seres puramente fisiológicos, como meras «máquinas biológicas» cartesianas. Sea, pero luego no nos quejemos.
Queremos un medio ambiente limpio y fragante, todo verde y florido, pero en lo espiritual nos contentamos con cualquier cosa. Ése sí es un gran desastre y en él el movimiento ecologista, como expongo en Los límites del ecologismo, tiene una gran responsabilidad. Necesitamos repensarnos en tanto que seres con cuerpo y conciencia, que aspiran al bien espiritual igual, al menos, que al material, que desean vivir para la verdad, la libertad (en especial la libertad de conciencia, aunque también la libertad política y social), el bien moral, la virtud, la convivencia y el amor al amor. Entre otras razones porque sólo cuando los humanos hagamos de ellos el sumo bien podremos reducir al mínimo las demandas fisiológicas, de energía, bienes materiales y servicios, sin lo cual el planeta no tiene salvación como entidad viva y magnífica.
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