viernes, 9 de septiembre de 2011

Algunas de las lecturas que podemos sacar de lo ocurrido en Japón...

Eduard Rodríguez Farré

Doctor en medicina, farmacólogo y radiobiólogo. Profesor de fisiología y farmacología en el Instituto de Investigaciones Biomédicas de Barcelona (CSIC). Actualmente es miembro del Centro de Investigación Biomédica en Red de Epidemiología y Salud Pública del IDCIII. Autor de numerosas publicaciones sobre toxicidad de contaminantes ambientales, energía nuclear y salud. Presidente de la asociación Científicos por el Medio Ambiente y miembro del Comité Científico de la Unión Europea sobre nuevos riesgos para la salud.

La humanidad siempre ha vivido al albur de fenómenos naturales destructores. Sin embargo, cuando estos fenómenos acontecen en sociedades altamente tecnológicas, cual ha sido el reciente seísmo y maremoto ―ahora tsunami― de Japón, las consecuencias para la población adquieren características y dimensiones inéditas. Entre los numerosos aspectos de la tragedia destaca, por su impacto mundial, el accidente del complejo nuclear de Fukushima-Dai Ichi (6 reactores), que acabará siendo el mayor desastre de la industria atómica. El desarrollo de los eventos acaecidos ―que seguirán activos como mínimo durante muchos meses― constituye un modelo de estudio cardinal sobre las políticas de prevención de riesgo y de la vulnerabilidad intrínseca de tecnologías como la nuclear, publicitadas como esencialmente seguras. Ello incluye la falaz comunicación de la situación y de los riesgos a la población y a los medios.

La Compañía Eléctrica de Tokio (TEPCO), la Agencia de Seguridad Nuclear (NISA) y el gobierno japonés han informado sobre el accidente según el clásico guión de que todo estaba bajo control y de que no había riesgo para la salud debido a la baja radiactividad emitida. Lentamente han ido incrementado la gravedad de la situación forzados por los datos provenientes de organismos de otros países ―EE.UU., Alemania, Francia y especialmente Austria a través del ZAMG (Instituto de Geofísica y Meteorología)―, hasta admitir a finales de mayo lo que se sabía desde el inicio del accidente: que el núcleo de los reactores 1, 2 y 3 estaba fundido y que las vasijas de contención presentaban roturas que permitían la pérdida de combustible. La radiactividad emitida a la atmósfera y vertida al mar era ingente y se había detectado en al aire ya a finales de marzo en EEUU y luego en Europa. Ítem más, el agua y los alimentos mostraban incorporación de radionucleidos (yodo-131, cesio-137, etc.)

¿Cómo se ha llegado a esta situación tecnológicamente catastrófica? A través de un proceso de evaluación de riesgos incorrecto, fallido o intencionalmente falseado. Aunque no exclusivo de Japón, es bien conocido que ese país posee una larga historia de accidentes nucleares ocultados e informes falsificados. El más ilustrativo, entre otros, fue el de la planta de Kashiwazaki ―la mayor del mundo, con 7 reactores, propiedad de TEPCO―, que falsificó los datos de daños estructurales y vertidos radiactivos ocasionados por un terremoto de magnitud 6,8 en 2007, a causa del cual tuvo que cerrar más de dos años. Antes, en 2002, ya había ocurrido una acción similar. El punto central es que esta planta, al igual que la de Fukushima y otras, se habían construido aseverando que resistían los seísmos y los maremotos más potentes que ocurren en Japón. La historia y la paleosismología documentan que fenómenos de intensidad similar al actual (entre 8 y 9) han acontecido en numerosas ocasiones (por cierto, incluso en el Mediterráneo). Por razones meramente económicas se construyeron con menor resistencia de la requerida y al lado de mar sin protección adecuada. El proceso de identificación y análisis de riesgos fue subestimado, negligente y dominado por los intereses económicos frente a la protección de la población. Ello incluye que al evaluar los riesgos es imperativo ponderar las incertidumbres del proceso, que usualmente son mayores que las certezas. En una tecnología compleja como la nuclear ello lleva a riesgos inasumibles para la salud de la población.

Los graves efectos de la irradiación interna por incorporación de radionucleidos representa el aspecto más grave. Es inexacto y engañoso hablar de «niveles aceptables de exposición externa» cuando el problema es la interna. Los promotores de la industria nuclear afirman que las dosis bajas ―inferiores a 100 mSv― no producen efectos, cuando los datos científicos reportados, por ejemplo, por el informe BEIR VII de la Academia de Ciencias de EE.UU., concluyeron ya hace años que no hay dosis de radiación segura por pequeña que sea.

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