El pasado 1 de Octubre hemos celebrado el Día Internacional de las Aves organizado en España por la Sociedad Española de Ornitologia SEO/Birdlife, una de las asociaciones conservacionistas más antiguas del país y que participa en la red Birdlife Internacional, dedicada al estudio de las aves y de la biodiversidad en 111 países de los cinco continentes.
En esta edición, SEO/Birdlife ha elegido una rapaz nocturna como Ave del Año. El mochuelo europeo Athene noctua se convierte en la especie protagonista del año 2011, para llamar la atención sobre su estado de conservación y las amenazas que sufren sus poblaciones.
El Mochuelo reclama las miradas de todos, pero especialmente del mundo rural, puesto que su declive, más de un 40% en la última década en España, está ocasionado principalmente por los cambios en la agricultura. Durante muchos años este pequeño búho se ha beneficiado de las actividades humanas en el sector agrícola y gracias a ello sus poblaciones se expandieron y aumentaron considerablemente. Paralelamente, el mochuelo fue y es uno de los mejores aliados del agricultor, ya que combate las plagas de roedores y langostas de forma natural sin el coste y los daños para la salud que conlleva la utilización de productos químicos. Entre otras amenazas a las que están expuestas sus poblaciones se encuentran: 1)La eliminación de árboles viejos, setos y lindes. 2)El abandono de numerosas áreas de cultivos tradicionales y el pastoreo. 3)El uso de venenos. 4)Los atropellos y la caza ilegal.
En la actualidad se estima que hay alrededor de 50.000 mochuelos en España. La especie no está en vías de extinción pero, su población fue casi reducida a la mitad en las ultimas décadas.
En Marbella, el evento fue celebrado en la Heladería Fresca Passione con la participación de la empresaria Cristiana Martorano, del maestro de la heladería italiana tradicional Andrea Foshi y de la bióloga Silvana Lucolli.
Andrea Foshi siempre ha elegido productos naturales para obtener la excelencia de sabores, colores y texturas que caracterizan toda gama de helados artesanales Fresca Passione. Así que, el encuentro de Cristiana y Andrea con la bióloga fue una verdadera sinergia de ideas sostenibles puestas en marcha. Juntos han decidido celebrar el Día Internacional de las Aves para demostrar la importancia del mochuelo en la obtención de productos agrícolas sanos, libres de plaguicidas y desarrollados en cultivos ecológicos.
Especialmente para la ocasión, el maestro Andrea ha creado el helado “Mochuelo” inspirandose en los distintos marrones del plumaje. El toque mágico fue dado por Cristiana al decorar cada helado con la carita del buhó utilizando para tanto dos Lacasitos amarillos para los ojos y una almendra para el pico.
La bióloga Silvana Lucolli entregó a todos los asistentes el material promocional de SEO/Birdlife compuesto por originales carteles del mochuelo europeo, mapa sobre la migración de aves y colección de pegatinas de aves migradoras.
La nota de alegría y color fue dada por diez niños con silbatos de madera que imitarán cantos de distintos pájaros mientras Silvana ´hacía la lectura de párrafos de “El Camino”, del gran escritor y ambientalista español Miguel Delibes.
"Daniel, un niño de once años que vive en un pequeño pueblo cántabro y al que le apodan el Mochuelo (pues todo lo mira con ojos de asombro) se encuentra en la cama pensando en el viaje que emprenderá al día siguiente para comenzar los estudios de Bachillerato en la ciudad. Su padre un pobre quesero del pueblo, ha estado ahorrando toda su vida para que su hijo no tenga el mismo destino y pueda finalmente estudiar en la ciudad. Pero, para Daniel dejar la gente y la naturaleza del valle de su pueblo es algo desgarrador. Se revolvió en el lecho y los muelles de su camastro de hierro chirriaron desagradablemente. Que él recordase, era esta la primera vez que no se dormía tan pronto caía en la cama..."
El paso de los años ha confirmado que el muchachito Daniel, tenía razón en resistirse a abandonar la vida comunitaria de la pequeña villa para integrarse en el rebaño de la gran ciudad. Daniel, el Mochuelo, se resistía a convertirse en cómplice de un progreso de dorada apariencia pero absolutamente irracional que hoy, todos estamos sufriendo las consecuencias...
Bien, el Día Internacional de las Aves fue un día de luz, niños, aves, helados, cultura y sabiduría de búhos… Casi todo lo que hace falta para enfrentar la crisis en que se encuentra inmerso este hermoso país.
Experiencia Sustentable
"Una sociedad se define no sólo por lo que crea, sino por lo que se niega a destruir." John Sawhill
viernes, 21 de octubre de 2011
viernes, 9 de septiembre de 2011
Algunas de las lecturas que podemos sacar de lo ocurrido en Japón...
Las publicaciones siguientes hacen parte de un maravilloso artículo sobre la catástrofe nuclear de Fukushima publicado en la sección Epicentro de la revista Agenda Viva de la Fundación Félix Rodriguez de la Fuente.
Aunque las noticias hayan dejado de reflejar lo que está ocurriendo en Fukushima, no queremos formar parte de esa corriente que olvida la noticia cuando deja de ser novedad, y les invitamos a reflexionar con nuestros invitados sobre las lecciones que se pueden extraer de lo ocurrido. Pretendemos que el debate no se centre exclusivamente en el tema de la energía nuclear, que ya lo hemos debatido a fondo en otro Epicentro (en el número 18 de AgendaViva), porque pensamos que lo ocurrido en Japón nos puede sugerir una reflexión no sólo sobre el debate energético, sino sobre un hipotético aumento de los desastres naturales, sobre las políticas de prevención de riesgos, la posible vulnerabilidad tecnológica de nuestra sociedad, nuestra propia vulnerabilidad y fragilidad ante los desastres de la naturaleza, o la capacidad del ser humano ante las situaciones límite; y, así mismo, se puede considerar también el ejemplo de la población de Japón ante la tragedia, la capacidad de recuperación, y demás aspectos sociológicos del desastre. Hemos escogido seis perfiles profesionales que nos ayuden a enfocar cada uno de los temas que creemos se han dibujado en esta tragedia humana de la que deberíamos sacar unas lecciones que aplicar.
Como presentación hemos realizado un pequeño resumen sobre el accidente, destacando algunos de los elementos que forman parte del debate actual.
Después de un terremoto de magnitud 9 y un maremoto de olas de hasta 15 metros, la central nuclear de Fukushima-Daiichi se quedó sin suministro eléctrico: aquí empezó el accidente nuclear. Al día de hoy en Fukushima se sigue trabajando contra reloj para enfriar cuatro de los reactores cuyos combustibles nucleares están parcialmente fundidos por lo que están emitiendo altos niveles de radioactividad. Hoy se sabe que el reactor número 1 de Fukushima-Daiichi no resistió el terremoto, en contra de lo que los expertos han proclamado. Las labores de recuperación son muy difíciles y la imposibilidad de acceso, debido a la elevada radiactividad demora la solución, mientras surgen nuevos problemas. Varios kamikazes han sacrificado su vida exponiéndose a dosis de radiación letales. Más de 100.000 personas han siso evacuadas y no podrán volver a sus casas. El área de exclusión sigue ampliándose y por ahora hay una región inhabitable de unos 100 km en torno a la central. Los controles de alimentos han revelado valores superiores de cesio y yodo, elementos radioactivos, en espinacas, setas o leche, aunque ya se están levantando restricciones al consumo. Entre las medidas desesperadas que se aplicaron, algunas pueden tener terribles consecuencias como la liberación de agua radiactiva al mar; la central ha reconocido que supera 100 veces el nivel permitido, y hay 70.000 metros cúbicos en los sótanos que hay que extraer para seguir rociando el reactor.
El pescado está contaminado y los países vecinos se muestran inquietos. También se sigue emitiendo a la atmósfera una radiactividad que se expande por todo el planeta. La Agencia Nuclear de EE.UU. califica la situación de «estática» a diferencia de la japonesa que la considera «estable». La evolución es imprevisible, como reconoce el primer ministro japonés, Naoto Kan. Años y millones de euros costará restablecer un mínimo de orden, pero el daño radiactivo ya no hay quien lo ordene, aunque haya divergencias sobre cuál será el número de victimas del previsible aumento de cánceres, pues es difícil cuantificar la radiactividad emitida al aire y al mar de unos isótopos que duran décadas, como el cesio 137, además de su incorporación a la cadena trófica, que tiene una dinámica distinta.
Muchos son los elementos que hay que tener en cuenta en un debate muy viciado, pues hay falsedades en ambos lados, y es difícil desenmarañar datos contradictorios sobre si es una energía realmente barata o lo contrario, ya que no siempre se incluyen los costes de los residuos o de la construcción, si bien después de Fukushima será obligado asumir mayores costes de seguridad y eso dificultará su rentabilidad; también se debaten sus ventajas en cuanto a estabilidad frente a las intermitencias de la eólica, y en relación con las emisiones de CO2, y si es por tanto, la respuesta al cambio climático y a la independencia energética ante el cenit del petróleo barato. Otro motivo de discusión son los residuos que donamos a generaciones futuras por miles de años y sobre los que todavía no existe un acuerdo internacional en cuanto a métodos de eliminación, aunque ya se promete que la tecnología acabará aprendiendo a usar esos residuos como combustible. Pero lo que quizá es el escollo principal, es el tema de la seguridad, pues tener centrales nucleares exige estar dispuesto a conocer y asumir los riesgos. Desde los foros nucleares se intenta tranquilizar ese miedo (que para algunos como Lovelock, es irracional y sólo está alimentado por los ecologistas), argumentando que es una de las industrias más protegidas y seguras del mundo, pero en Fukushima ha sucedido lo que ningún técnico con sus cálculos de riesgo se atrevió a imaginar, y eso en Japón, la tercera potencia mundial, con la tecnología más avanzada; no queremos imaginar lo que pasaría en países menos desarrollados. El debate sobre si el riesgo es asumible o no sigue abierto y las lecturas de lo ocurrido son innumerables.
No queremos olvidar desde estas páginas a los 13.000 muertos y a los 14.000 desaparecidos por el terremoto y el maremoto, y a los millones de japoneses que mostraron al mundo la nobleza de su carácter.
Beatriz Calvo Villoria /Agenda Viva / Fundación Félix Rodriguez de la Fuente.
--------------------------------------------------------------------------------
Algunas de las lecturas que podemos sacar de lo ocurrido en Japón...
Eduard Rodríguez Farré
Doctor en medicina, farmacólogo y radiobiólogo. Profesor de fisiología y farmacología en el Instituto de Investigaciones Biomédicas de Barcelona (CSIC). Actualmente es miembro del Centro de Investigación Biomédica en Red de Epidemiología y Salud Pública del IDCIII. Autor de numerosas publicaciones sobre toxicidad de contaminantes ambientales, energía nuclear y salud. Presidente de la asociación Científicos por el Medio Ambiente y miembro del Comité Científico de la Unión Europea sobre nuevos riesgos para la salud.
La humanidad siempre ha vivido al albur de fenómenos naturales destructores. Sin embargo, cuando estos fenómenos acontecen en sociedades altamente tecnológicas, cual ha sido el reciente seísmo y maremoto ―ahora tsunami― de Japón, las consecuencias para la población adquieren características y dimensiones inéditas. Entre los numerosos aspectos de la tragedia destaca, por su impacto mundial, el accidente del complejo nuclear de Fukushima-Dai Ichi (6 reactores), que acabará siendo el mayor desastre de la industria atómica. El desarrollo de los eventos acaecidos ―que seguirán activos como mínimo durante muchos meses― constituye un modelo de estudio cardinal sobre las políticas de prevención de riesgo y de la vulnerabilidad intrínseca de tecnologías como la nuclear, publicitadas como esencialmente seguras. Ello incluye la falaz comunicación de la situación y de los riesgos a la población y a los medios.
La Compañía Eléctrica de Tokio (TEPCO), la Agencia de Seguridad Nuclear (NISA) y el gobierno japonés han informado sobre el accidente según el clásico guión de que todo estaba bajo control y de que no había riesgo para la salud debido a la baja radiactividad emitida. Lentamente han ido incrementado la gravedad de la situación forzados por los datos provenientes de organismos de otros países ―EE.UU., Alemania, Francia y especialmente Austria a través del ZAMG (Instituto de Geofísica y Meteorología)―, hasta admitir a finales de mayo lo que se sabía desde el inicio del accidente: que el núcleo de los reactores 1, 2 y 3 estaba fundido y que las vasijas de contención presentaban roturas que permitían la pérdida de combustible. La radiactividad emitida a la atmósfera y vertida al mar era ingente y se había detectado en al aire ya a finales de marzo en EEUU y luego en Europa. Ítem más, el agua y los alimentos mostraban incorporación de radionucleidos (yodo-131, cesio-137, etc.)
¿Cómo se ha llegado a esta situación tecnológicamente catastrófica? A través de un proceso de evaluación de riesgos incorrecto, fallido o intencionalmente falseado. Aunque no exclusivo de Japón, es bien conocido que ese país posee una larga historia de accidentes nucleares ocultados e informes falsificados. El más ilustrativo, entre otros, fue el de la planta de Kashiwazaki ―la mayor del mundo, con 7 reactores, propiedad de TEPCO―, que falsificó los datos de daños estructurales y vertidos radiactivos ocasionados por un terremoto de magnitud 6,8 en 2007, a causa del cual tuvo que cerrar más de dos años. Antes, en 2002, ya había ocurrido una acción similar. El punto central es que esta planta, al igual que la de Fukushima y otras, se habían construido aseverando que resistían los seísmos y los maremotos más potentes que ocurren en Japón. La historia y la paleosismología documentan que fenómenos de intensidad similar al actual (entre 8 y 9) han acontecido en numerosas ocasiones (por cierto, incluso en el Mediterráneo). Por razones meramente económicas se construyeron con menor resistencia de la requerida y al lado de mar sin protección adecuada. El proceso de identificación y análisis de riesgos fue subestimado, negligente y dominado por los intereses económicos frente a la protección de la población. Ello incluye que al evaluar los riesgos es imperativo ponderar las incertidumbres del proceso, que usualmente son mayores que las certezas. En una tecnología compleja como la nuclear ello lleva a riesgos inasumibles para la salud de la población.
Los graves efectos de la irradiación interna por incorporación de radionucleidos representa el aspecto más grave. Es inexacto y engañoso hablar de «niveles aceptables de exposición externa» cuando el problema es la interna. Los promotores de la industria nuclear afirman que las dosis bajas ―inferiores a 100 mSv― no producen efectos, cuando los datos científicos reportados, por ejemplo, por el informe BEIR VII de la Academia de Ciencias de EE.UU., concluyeron ya hace años que no hay dosis de radiación segura por pequeña que sea.
Doctor en medicina, farmacólogo y radiobiólogo. Profesor de fisiología y farmacología en el Instituto de Investigaciones Biomédicas de Barcelona (CSIC). Actualmente es miembro del Centro de Investigación Biomédica en Red de Epidemiología y Salud Pública del IDCIII. Autor de numerosas publicaciones sobre toxicidad de contaminantes ambientales, energía nuclear y salud. Presidente de la asociación Científicos por el Medio Ambiente y miembro del Comité Científico de la Unión Europea sobre nuevos riesgos para la salud.
La humanidad siempre ha vivido al albur de fenómenos naturales destructores. Sin embargo, cuando estos fenómenos acontecen en sociedades altamente tecnológicas, cual ha sido el reciente seísmo y maremoto ―ahora tsunami― de Japón, las consecuencias para la población adquieren características y dimensiones inéditas. Entre los numerosos aspectos de la tragedia destaca, por su impacto mundial, el accidente del complejo nuclear de Fukushima-Dai Ichi (6 reactores), que acabará siendo el mayor desastre de la industria atómica. El desarrollo de los eventos acaecidos ―que seguirán activos como mínimo durante muchos meses― constituye un modelo de estudio cardinal sobre las políticas de prevención de riesgo y de la vulnerabilidad intrínseca de tecnologías como la nuclear, publicitadas como esencialmente seguras. Ello incluye la falaz comunicación de la situación y de los riesgos a la población y a los medios.
La Compañía Eléctrica de Tokio (TEPCO), la Agencia de Seguridad Nuclear (NISA) y el gobierno japonés han informado sobre el accidente según el clásico guión de que todo estaba bajo control y de que no había riesgo para la salud debido a la baja radiactividad emitida. Lentamente han ido incrementado la gravedad de la situación forzados por los datos provenientes de organismos de otros países ―EE.UU., Alemania, Francia y especialmente Austria a través del ZAMG (Instituto de Geofísica y Meteorología)―, hasta admitir a finales de mayo lo que se sabía desde el inicio del accidente: que el núcleo de los reactores 1, 2 y 3 estaba fundido y que las vasijas de contención presentaban roturas que permitían la pérdida de combustible. La radiactividad emitida a la atmósfera y vertida al mar era ingente y se había detectado en al aire ya a finales de marzo en EEUU y luego en Europa. Ítem más, el agua y los alimentos mostraban incorporación de radionucleidos (yodo-131, cesio-137, etc.)
¿Cómo se ha llegado a esta situación tecnológicamente catastrófica? A través de un proceso de evaluación de riesgos incorrecto, fallido o intencionalmente falseado. Aunque no exclusivo de Japón, es bien conocido que ese país posee una larga historia de accidentes nucleares ocultados e informes falsificados. El más ilustrativo, entre otros, fue el de la planta de Kashiwazaki ―la mayor del mundo, con 7 reactores, propiedad de TEPCO―, que falsificó los datos de daños estructurales y vertidos radiactivos ocasionados por un terremoto de magnitud 6,8 en 2007, a causa del cual tuvo que cerrar más de dos años. Antes, en 2002, ya había ocurrido una acción similar. El punto central es que esta planta, al igual que la de Fukushima y otras, se habían construido aseverando que resistían los seísmos y los maremotos más potentes que ocurren en Japón. La historia y la paleosismología documentan que fenómenos de intensidad similar al actual (entre 8 y 9) han acontecido en numerosas ocasiones (por cierto, incluso en el Mediterráneo). Por razones meramente económicas se construyeron con menor resistencia de la requerida y al lado de mar sin protección adecuada. El proceso de identificación y análisis de riesgos fue subestimado, negligente y dominado por los intereses económicos frente a la protección de la población. Ello incluye que al evaluar los riesgos es imperativo ponderar las incertidumbres del proceso, que usualmente son mayores que las certezas. En una tecnología compleja como la nuclear ello lleva a riesgos inasumibles para la salud de la población.
Los graves efectos de la irradiación interna por incorporación de radionucleidos representa el aspecto más grave. Es inexacto y engañoso hablar de «niveles aceptables de exposición externa» cuando el problema es la interna. Los promotores de la industria nuclear afirman que las dosis bajas ―inferiores a 100 mSv― no producen efectos, cuando los datos científicos reportados, por ejemplo, por el informe BEIR VII de la Academia de Ciencias de EE.UU., concluyeron ya hace años que no hay dosis de radiación segura por pequeña que sea.
Algunas de las lecturas que podemos sacar de lo ocurrido en Japón...
Rafael Hernández del Águila
Profesor titular de Geografía Física de la Universidad de Granada. Especialista en temas ambientales, trabaja desde 1979 en dicha temática. Durante 18 años ha dirigido el Seminario de Medio Ambiente y Calidad de Vida de la Universidad de Granada.
Pasado un cierto tiempo del “terremoto mediático” de Fukushima, quizá sea tiempo ya de sacar algunas conclusiones que sirvan de reflexión y propedéutica acerca del desastre. Conclusiones que vayan más allá de la simple descripción —terrible y preocupante por otro lado— de los efectos de la catástrofe.
Lo primero que deberíamos no olvidar es que el problema no se ha cerrado ni resuelto, a pesar de su cada vez menor tratamiento informativo. Dentro de veinticinco o treinta años, podríamos asistir probablemente a “programas recuerdo” como los que ahora vemos o leemos sobre Chernobyl.
¿Ha sido Fukushima producto de un azar impredecible o de una mala suerte imprevista? Nada más lejos de la realidad. En efecto, conviene recordar aunque sea un hecho científico obvio e incontestable, que eventos tectónicos como el que nos ocupa seguirán teniendo lugar en esa área geográfica, por lo que no podemos seguir «sorprendiéndonos» por lo obvio ni, simplemente, lamentar la desgracia.
¿Cómo reaccionar o defenderse eficazmente ante procesos que son mucho más fuertes que nuestra propia capacidad de adaptación al riesgo o al desastre anunciado aunque éste no tenga una fecha fija y determinada?
Una forma evidente y primaria debe ser minimizar en lo posible el riesgo o el impacto de lo que va a pasar con toda seguridad: las placas se seguirán moviendo. Habrá más terremotos y tsunamis. Pero ¿son esa minimización o esa previsión la única clave?
Podríamos plantearnos si en el caso de Fukushima se previó y cuantificó suficientemente el riesgo y el impacto. Todo el debate casi se centra en esta cuestión. Pero ¿se hubiera resuelto el problema haciendo centrales nucleares más seguras? ¿Qué hay detrás de este imperativo de construcción de equipamientos tecnológicos para saciar una sed insaciable de energía? Dejamos apuntada también la duda sobre qué podría pasar en cualquier lugar del mundo económica o tecnológicamente menos avanzado que Japón.
Fukushima es síntoma de una actitud que trasciende las fronteras de lo concreto y que manifiesta un tipo de enfermedad muy grave, a nuestro entender, de la sociedad humana globalizada. Esta «dolencia» consiste en concebir nuestro llamado «desarrollo» a costa de forzar las características, potencialidades y límites de la naturaleza que nos sustenta, y los riesgos e impactos de nuestras actuaciones no son sino una consecuencia de ello. En el caso que nos ocupa, más energía. Se supone que el fin, en este caso, justifica los medios: asumir el riesgo y el impacto como un efecto insoslayable y, en todo caso, un mal menor. Síntomas de esta enfermedad social a que nos referimos serían los ya demasiados desastres ambientales de nuestras sociedades hipertecnologizadas que olvidamos con demasiada frecuencia en la vorágine de noticias de cada día.
La base fundamental de lo ocurrido en Fukushima es una creciente demanda energética sobre cuya necesidad o pertinencia pocas veces reflexionamos y argumentamos. Más energía, pues, a costa de lo que sea, aunque sea, incluso, a costa de las leyes de funcionamiento de la geología terrestre. (Por no hablar de los problemas que atañen estrictamente a la propia energía nuclear a cuyo servicio se instaló esta industria).
En definitiva, la cuestión imperativa parece ser que sólo queremos más energía. El «cómo» y el «dónde» es lo único importante si ese cómo y dónde es más y pronto. Lo demás, el peligro, el riesgo, el conocimiento científico, la incertidumbre o la certidumbre resultan accesorios. Hace ya demasiado tiempo que deberíamos habernos planteado, sin Chernobyl o Fukushima, energía para qué, para quién y a costa de qué o quién.
No deberíamos, por consiguiente, intensificar sine die nuestra necesidad con su subsiguiente oferta de más energía, sino modificar lo que la energía, sus tipos o modos de extracción, ha significado en nuestro «desarrollo» y lo que puede y debe significar en el futuro. ¿Estamos planteándonos si existe o es más deseable ambiental o socialmente otro modelo energético?, ¿para qué es necesario el crecimiento constante de la demanda energética? Algo debería estar ya claro. Aunque la energía fuera física, técnica o económicamente viable o inagotable (y no lo es ni parece que vaya a serlo en un plazo razonable), la pertinencia en su uso va a depender no sólo de su existencia, coste o posibilidad técnica de extracción sino del carácter de su uso, distribución en el reparto o seguridad en su utilización. Asuntos todos ellos no menores y a cuya respuesta Fukushima (como Chernobyl hace treinta años o el agotamiento cercano de los combustibles fósiles) nos aboca. No afrontar dicha respuesta sería una imperdonable apuesta tecnosuicida e ingenua, si no culpable.
Félix Rodrigo Mora
Con la calle y la vida como únicas universidades es autor de siete libros publicados y coautor de dos más, junto con algún folleto y diversos artículos o entrevistas en The Ecologist, Agenda Viva, Generación Net, Soberanía Alimentaria, Raíces y otras publicaciones.
Todo, o casi todo, está ya dicho sobre el desastre de Fukushima en sus aspectos físicos y somáticos. Hemos llorado a los muertos, lamentado la contaminación de los alimentos, las aguas y el aire y expresado nuestra inquietud por el futuro.
Estamos ante un gran desastre, éste en concreto y lo que significan de por sí las centrales nucleares; sin embargo tal catástrofe, con todo, no es mayor que la que se manifiesta en la deforestación, la destrucción de los suelos agrícolas, la pérdida de la capa de ozono y varias otras.
Deploramos lo que afecta a nuestro cuerpo pero nos mostramos mucho más tolerantes con los daños que padece nuestro espíritu. Casi todos parecen olvidar que una parte notable de la energía que consumimos se usa para la imposición de la mentira, el egoísmo, la maldad y la insocialidad por medio de la publicidad comercial y política, de la industria del entretenimiento, del aparato mediático, del sistema educativo y académico, del régimen parlamentario y partitocrático. Eso a muy pocos preocupa.
No hay masas en las calles protestando contra la mentira institucional, pero sí las hay, aunque cada vez menos densas, contra los desastres medioambientales, a pesar de la íntima relación existente entre lo uno y lo otro. Estamos acomodados a la inespiritualidad y la verdad no es apreciada. Deseamos vivir desde y para el estómago, como seres puramente fisiológicos, como meras «máquinas biológicas» cartesianas. Sea, pero luego no nos quejemos.
Queremos un medio ambiente limpio y fragante, todo verde y florido, pero en lo espiritual nos contentamos con cualquier cosa. Ése sí es un gran desastre y en él el movimiento ecologista, como expongo en Los límites del ecologismo, tiene una gran responsabilidad. Necesitamos repensarnos en tanto que seres con cuerpo y conciencia, que aspiran al bien espiritual igual, al menos, que al material, que desean vivir para la verdad, la libertad (en especial la libertad de conciencia, aunque también la libertad política y social), el bien moral, la virtud, la convivencia y el amor al amor. Entre otras razones porque sólo cuando los humanos hagamos de ellos el sumo bien podremos reducir al mínimo las demandas fisiológicas, de energía, bienes materiales y servicios, sin lo cual el planeta no tiene salvación como entidad viva y magnífica.
Profesor titular de Geografía Física de la Universidad de Granada. Especialista en temas ambientales, trabaja desde 1979 en dicha temática. Durante 18 años ha dirigido el Seminario de Medio Ambiente y Calidad de Vida de la Universidad de Granada.
Pasado un cierto tiempo del “terremoto mediático” de Fukushima, quizá sea tiempo ya de sacar algunas conclusiones que sirvan de reflexión y propedéutica acerca del desastre. Conclusiones que vayan más allá de la simple descripción —terrible y preocupante por otro lado— de los efectos de la catástrofe.
Lo primero que deberíamos no olvidar es que el problema no se ha cerrado ni resuelto, a pesar de su cada vez menor tratamiento informativo. Dentro de veinticinco o treinta años, podríamos asistir probablemente a “programas recuerdo” como los que ahora vemos o leemos sobre Chernobyl.
¿Ha sido Fukushima producto de un azar impredecible o de una mala suerte imprevista? Nada más lejos de la realidad. En efecto, conviene recordar aunque sea un hecho científico obvio e incontestable, que eventos tectónicos como el que nos ocupa seguirán teniendo lugar en esa área geográfica, por lo que no podemos seguir «sorprendiéndonos» por lo obvio ni, simplemente, lamentar la desgracia.
¿Cómo reaccionar o defenderse eficazmente ante procesos que son mucho más fuertes que nuestra propia capacidad de adaptación al riesgo o al desastre anunciado aunque éste no tenga una fecha fija y determinada?
Una forma evidente y primaria debe ser minimizar en lo posible el riesgo o el impacto de lo que va a pasar con toda seguridad: las placas se seguirán moviendo. Habrá más terremotos y tsunamis. Pero ¿son esa minimización o esa previsión la única clave?
Podríamos plantearnos si en el caso de Fukushima se previó y cuantificó suficientemente el riesgo y el impacto. Todo el debate casi se centra en esta cuestión. Pero ¿se hubiera resuelto el problema haciendo centrales nucleares más seguras? ¿Qué hay detrás de este imperativo de construcción de equipamientos tecnológicos para saciar una sed insaciable de energía? Dejamos apuntada también la duda sobre qué podría pasar en cualquier lugar del mundo económica o tecnológicamente menos avanzado que Japón.
Fukushima es síntoma de una actitud que trasciende las fronteras de lo concreto y que manifiesta un tipo de enfermedad muy grave, a nuestro entender, de la sociedad humana globalizada. Esta «dolencia» consiste en concebir nuestro llamado «desarrollo» a costa de forzar las características, potencialidades y límites de la naturaleza que nos sustenta, y los riesgos e impactos de nuestras actuaciones no son sino una consecuencia de ello. En el caso que nos ocupa, más energía. Se supone que el fin, en este caso, justifica los medios: asumir el riesgo y el impacto como un efecto insoslayable y, en todo caso, un mal menor. Síntomas de esta enfermedad social a que nos referimos serían los ya demasiados desastres ambientales de nuestras sociedades hipertecnologizadas que olvidamos con demasiada frecuencia en la vorágine de noticias de cada día.
La base fundamental de lo ocurrido en Fukushima es una creciente demanda energética sobre cuya necesidad o pertinencia pocas veces reflexionamos y argumentamos. Más energía, pues, a costa de lo que sea, aunque sea, incluso, a costa de las leyes de funcionamiento de la geología terrestre. (Por no hablar de los problemas que atañen estrictamente a la propia energía nuclear a cuyo servicio se instaló esta industria).
En definitiva, la cuestión imperativa parece ser que sólo queremos más energía. El «cómo» y el «dónde» es lo único importante si ese cómo y dónde es más y pronto. Lo demás, el peligro, el riesgo, el conocimiento científico, la incertidumbre o la certidumbre resultan accesorios. Hace ya demasiado tiempo que deberíamos habernos planteado, sin Chernobyl o Fukushima, energía para qué, para quién y a costa de qué o quién.
No deberíamos, por consiguiente, intensificar sine die nuestra necesidad con su subsiguiente oferta de más energía, sino modificar lo que la energía, sus tipos o modos de extracción, ha significado en nuestro «desarrollo» y lo que puede y debe significar en el futuro. ¿Estamos planteándonos si existe o es más deseable ambiental o socialmente otro modelo energético?, ¿para qué es necesario el crecimiento constante de la demanda energética? Algo debería estar ya claro. Aunque la energía fuera física, técnica o económicamente viable o inagotable (y no lo es ni parece que vaya a serlo en un plazo razonable), la pertinencia en su uso va a depender no sólo de su existencia, coste o posibilidad técnica de extracción sino del carácter de su uso, distribución en el reparto o seguridad en su utilización. Asuntos todos ellos no menores y a cuya respuesta Fukushima (como Chernobyl hace treinta años o el agotamiento cercano de los combustibles fósiles) nos aboca. No afrontar dicha respuesta sería una imperdonable apuesta tecnosuicida e ingenua, si no culpable.
Félix Rodrigo Mora
Con la calle y la vida como únicas universidades es autor de siete libros publicados y coautor de dos más, junto con algún folleto y diversos artículos o entrevistas en The Ecologist, Agenda Viva, Generación Net, Soberanía Alimentaria, Raíces y otras publicaciones.
Todo, o casi todo, está ya dicho sobre el desastre de Fukushima en sus aspectos físicos y somáticos. Hemos llorado a los muertos, lamentado la contaminación de los alimentos, las aguas y el aire y expresado nuestra inquietud por el futuro.
Estamos ante un gran desastre, éste en concreto y lo que significan de por sí las centrales nucleares; sin embargo tal catástrofe, con todo, no es mayor que la que se manifiesta en la deforestación, la destrucción de los suelos agrícolas, la pérdida de la capa de ozono y varias otras.
Deploramos lo que afecta a nuestro cuerpo pero nos mostramos mucho más tolerantes con los daños que padece nuestro espíritu. Casi todos parecen olvidar que una parte notable de la energía que consumimos se usa para la imposición de la mentira, el egoísmo, la maldad y la insocialidad por medio de la publicidad comercial y política, de la industria del entretenimiento, del aparato mediático, del sistema educativo y académico, del régimen parlamentario y partitocrático. Eso a muy pocos preocupa.
No hay masas en las calles protestando contra la mentira institucional, pero sí las hay, aunque cada vez menos densas, contra los desastres medioambientales, a pesar de la íntima relación existente entre lo uno y lo otro. Estamos acomodados a la inespiritualidad y la verdad no es apreciada. Deseamos vivir desde y para el estómago, como seres puramente fisiológicos, como meras «máquinas biológicas» cartesianas. Sea, pero luego no nos quejemos.
Queremos un medio ambiente limpio y fragante, todo verde y florido, pero en lo espiritual nos contentamos con cualquier cosa. Ése sí es un gran desastre y en él el movimiento ecologista, como expongo en Los límites del ecologismo, tiene una gran responsabilidad. Necesitamos repensarnos en tanto que seres con cuerpo y conciencia, que aspiran al bien espiritual igual, al menos, que al material, que desean vivir para la verdad, la libertad (en especial la libertad de conciencia, aunque también la libertad política y social), el bien moral, la virtud, la convivencia y el amor al amor. Entre otras razones porque sólo cuando los humanos hagamos de ellos el sumo bien podremos reducir al mínimo las demandas fisiológicas, de energía, bienes materiales y servicios, sin lo cual el planeta no tiene salvación como entidad viva y magnífica.
Algunas de las lecturas que podemos sacar de lo ocurrido en Japón...
Francisco Castejón
Doctor en Físicas y especialista en temas de energía. Es director de la Unidad de Teoría del Laboratorio Nacional de Fusión y miembro de la comisión de Energía de Ecologistas en Acción. Cuenta con más de 100 publicaciones en revistas internacionales y con más de 200 presentaciones a congresos internacionales. Ha dirigido ocho tesis doctorales en Física. Colabora en las revistas El Ecologista y Página Abierta. Es autor del libro ¿Vuelven las Nucleares?, publicado por Talasa en 2004. Además es miembro de la ONG Acción en Red.
En la sociedad actual estamos sometidos a riesgos naturales, pero también a los producidos por nuestras actividades industriales, de transporte y de generación de energía. En cuanto al riesgo, la energía nuclear tiene las peculiares características de esos fenómenos que ocurren muy rara vez pero con consecuencias muy impactantes. En efecto, los accidentes nucleares pertenecen a esta categoría.
La frecuencia real de accidentes es entre 10 y 100 veces superior a la calculada teóricamente. Esto se debe a que estos cálculos no tienen en cuenta todos los sucesos posibles, como los terremotos o los errores humanos, ni los condicionantes políticos, económicos y sociales que pueden reducir los márgenes de seguridad debido al deseo de ahorrar o a las presiones económicas y políticas.
En Fukushima hemos visto que siempre hay imponderables que no se pueden tener en cuenta. Tras cada accidente, la industria nuclear proclama que extrae nuevas enseñanzas sobre seguridad y que las incorpora a las centrales nucleares, aunque esto suponga un encarecimiento de la energía. Sin embargo vemos que a cada accidente le sucede otro por motivos que antes no se habían sospechado. Las acciones de la industria nuclear se convierten en una imposible carrera hacia la perfección.
Algunos de los riesgos del mundo de hoy están creados por nuestra propia forma de vida, de consumo y de producción, y son más probables que los accidentes nucleares: por ejemplo es más probable un accidente de tráfico que un accidente nuclear. Pero la diferencia entre ambos es que cada uno decide asumir el riesgo de montar en coche, mientras que no se tiene potestad alguna sobre el riesgo nuclear. A menudo se nos dice que los trabajadores de una planta nuclear van a trabajar a dicha instalación sin temor a los accidentes y que son una prueba de la irracionalidad de las protestas antinucleares. Pero ellos son beneficiarios de esta actividad y, por tanto, deciden afrontar el riesgo.
Es necesario que en todas las actividades humanas se dé una asunción democrática del riesgo. Que las personas podamos decidir qué riesgos deseamos asumir y cuáles no. Y la energía nuclear, por sus características, debería abandonarse ya que esa asunción democrática del riesgo es imposible de garantizar.
Revista Agenda Viva / Fundación Félix Rodriguez de la Fuente.
Doctor en Físicas y especialista en temas de energía. Es director de la Unidad de Teoría del Laboratorio Nacional de Fusión y miembro de la comisión de Energía de Ecologistas en Acción. Cuenta con más de 100 publicaciones en revistas internacionales y con más de 200 presentaciones a congresos internacionales. Ha dirigido ocho tesis doctorales en Física. Colabora en las revistas El Ecologista y Página Abierta. Es autor del libro ¿Vuelven las Nucleares?, publicado por Talasa en 2004. Además es miembro de la ONG Acción en Red.
En la sociedad actual estamos sometidos a riesgos naturales, pero también a los producidos por nuestras actividades industriales, de transporte y de generación de energía. En cuanto al riesgo, la energía nuclear tiene las peculiares características de esos fenómenos que ocurren muy rara vez pero con consecuencias muy impactantes. En efecto, los accidentes nucleares pertenecen a esta categoría.
La frecuencia real de accidentes es entre 10 y 100 veces superior a la calculada teóricamente. Esto se debe a que estos cálculos no tienen en cuenta todos los sucesos posibles, como los terremotos o los errores humanos, ni los condicionantes políticos, económicos y sociales que pueden reducir los márgenes de seguridad debido al deseo de ahorrar o a las presiones económicas y políticas.
En Fukushima hemos visto que siempre hay imponderables que no se pueden tener en cuenta. Tras cada accidente, la industria nuclear proclama que extrae nuevas enseñanzas sobre seguridad y que las incorpora a las centrales nucleares, aunque esto suponga un encarecimiento de la energía. Sin embargo vemos que a cada accidente le sucede otro por motivos que antes no se habían sospechado. Las acciones de la industria nuclear se convierten en una imposible carrera hacia la perfección.
Algunos de los riesgos del mundo de hoy están creados por nuestra propia forma de vida, de consumo y de producción, y son más probables que los accidentes nucleares: por ejemplo es más probable un accidente de tráfico que un accidente nuclear. Pero la diferencia entre ambos es que cada uno decide asumir el riesgo de montar en coche, mientras que no se tiene potestad alguna sobre el riesgo nuclear. A menudo se nos dice que los trabajadores de una planta nuclear van a trabajar a dicha instalación sin temor a los accidentes y que son una prueba de la irracionalidad de las protestas antinucleares. Pero ellos son beneficiarios de esta actividad y, por tanto, deciden afrontar el riesgo.
Es necesario que en todas las actividades humanas se dé una asunción democrática del riesgo. Que las personas podamos decidir qué riesgos deseamos asumir y cuáles no. Y la energía nuclear, por sus características, debería abandonarse ya que esa asunción democrática del riesgo es imposible de garantizar.
Revista Agenda Viva / Fundación Félix Rodriguez de la Fuente.
Algunas de las lecturas que podemos sacar de lo ocurrido en Japón...
Antonio Cendrero Uceda
Catedrático de Geodinámica, Univ. de Cantabria. Académico Numerario, Real Academia de Ciencias. Prof. o investigador visitante en USA, Irak, Argentina, Brasil, México. Miembro de diversos organismos internacionales, europeos y nacionales relacionados con el medio ambiente, cambio global y riesgos naturales. Autor de más de 250 publicaciones científicas.
La necesaria cultura de la prevención ante los riesgos naturales
La mayoría de los desastres naturales lo son solo en parte, casi siempre se ven acrecentados (y, con frecuencia, desencadenados) por acciones humanas. En general no es fácil predecir cuando se va a producir un episodio natural peligroso, pero sí suele ser posible definir las zonas de riesgo, y la magnitud y frecuencia máxima esperables. Esto permitiría la implantación de medidas de prevención y mitigación del riesgo, pero habitualmente no se hace. Más que de desastres naturales deberíamos hablar de gestión catastrófica.
La prevención debe incluir, como mínimo, no ubicar personas o instalaciones sensibles en zonas de riesgo (ejemplos: central de Fukusima, 2011; camping de Biescas, 1996), o bien hacerlo de modo que los elementos humanos sean resistentes (Lorca, 2011). La legislación establece la necesidad de un análisis de riesgos naturales para planes de urbanismo, etc., pero la realidad de los acontecimientos muestra que eso no se aplica, o se aplica mal.
El número de desastres “naturales” ha aumentado en el último medio siglo mucho más que la población o la riqueza mundiales. No es que los procesos naturales sean cada vez más peligrosos, sino que la gestión del riesgo empeora. Es muy llamativo el gran aumento de los desastres debidos a la interacción entre el agua y la superficie del terreno (inundaciones, deslizamientos). En contra de lo que habitualmente se dice, eso difícilmente puede achacarse al cambio climático. El cambio climático implica un aumento de la frecuencia de los episodios extremos, pero este es porcentual y en ningún caso supone que la frecuencia o intensidad de las lluvias fuertes se haya multiplicado por más de 20 en 50 años (como los desastres del gráfico). Los datos existentes sugieren fuertemente que la causa principal del aumento de los desastres debidos a inundaciones y deslizamientos es la intensa modificación de la superficie terrestre por actividades humanas diversas (el llamado “cambio geomorfológico global”).
Es necesario implantar una cultura de prevención de riesgos, con pautas más inteligentes de uso y gestión del territorio, que tengan en cuenta el funcionamiento de los procesos naturales. Los conocimientos científicos y la tecnología, así como los instrumentos normativos existentes permitirían hacerlo. Lo que necesitamos es un verdadero cambio cultural, muy especialmente en las administraciones, para pasar de comportamientos de reparación de daños ya ocurridos a otros de evitación (o reducción significativa) de nuevos daños.
Revista Agenda Viva / Fundación Félix Rodriguez de la Fuente.
--------------------------------------------------------------------------------
Catedrático de Geodinámica, Univ. de Cantabria. Académico Numerario, Real Academia de Ciencias. Prof. o investigador visitante en USA, Irak, Argentina, Brasil, México. Miembro de diversos organismos internacionales, europeos y nacionales relacionados con el medio ambiente, cambio global y riesgos naturales. Autor de más de 250 publicaciones científicas.
La necesaria cultura de la prevención ante los riesgos naturales
La mayoría de los desastres naturales lo son solo en parte, casi siempre se ven acrecentados (y, con frecuencia, desencadenados) por acciones humanas. En general no es fácil predecir cuando se va a producir un episodio natural peligroso, pero sí suele ser posible definir las zonas de riesgo, y la magnitud y frecuencia máxima esperables. Esto permitiría la implantación de medidas de prevención y mitigación del riesgo, pero habitualmente no se hace. Más que de desastres naturales deberíamos hablar de gestión catastrófica.
La prevención debe incluir, como mínimo, no ubicar personas o instalaciones sensibles en zonas de riesgo (ejemplos: central de Fukusima, 2011; camping de Biescas, 1996), o bien hacerlo de modo que los elementos humanos sean resistentes (Lorca, 2011). La legislación establece la necesidad de un análisis de riesgos naturales para planes de urbanismo, etc., pero la realidad de los acontecimientos muestra que eso no se aplica, o se aplica mal.
El número de desastres “naturales” ha aumentado en el último medio siglo mucho más que la población o la riqueza mundiales. No es que los procesos naturales sean cada vez más peligrosos, sino que la gestión del riesgo empeora. Es muy llamativo el gran aumento de los desastres debidos a la interacción entre el agua y la superficie del terreno (inundaciones, deslizamientos). En contra de lo que habitualmente se dice, eso difícilmente puede achacarse al cambio climático. El cambio climático implica un aumento de la frecuencia de los episodios extremos, pero este es porcentual y en ningún caso supone que la frecuencia o intensidad de las lluvias fuertes se haya multiplicado por más de 20 en 50 años (como los desastres del gráfico). Los datos existentes sugieren fuertemente que la causa principal del aumento de los desastres debidos a inundaciones y deslizamientos es la intensa modificación de la superficie terrestre por actividades humanas diversas (el llamado “cambio geomorfológico global”).
Es necesario implantar una cultura de prevención de riesgos, con pautas más inteligentes de uso y gestión del territorio, que tengan en cuenta el funcionamiento de los procesos naturales. Los conocimientos científicos y la tecnología, así como los instrumentos normativos existentes permitirían hacerlo. Lo que necesitamos es un verdadero cambio cultural, muy especialmente en las administraciones, para pasar de comportamientos de reparación de daños ya ocurridos a otros de evitación (o reducción significativa) de nuevos daños.
Revista Agenda Viva / Fundación Félix Rodriguez de la Fuente.
--------------------------------------------------------------------------------
Algunas de las lecturas que podemos sacar de lo ocurrido en Japón...
Enrique Galán Santamaría
Psicólogo analítico. Miembro fundador de la Sociedad Española de Psicología Analítica, la Asociación Transpersonal Española y la Fundación Carl Gustav Jung de España. Coordinador de la edición de los primeros volúmenes de las Obra completas de C. G. Jung (Trotta, Madrid, 1999 ss.)
Shintaro Ishihara, que a sus 78 años repite por cuarta vez su mandato como gobernador de Tokio, calificó en un principio el maremoto que ha destruido el nordeste de Japón como un «“castigo divino” que debía ser utilizado para lavar el egoísmo de los japoneses. Luego se disculpó» (J. Reinoso, El País, 11/4/2011). Esta reacción de imputar a los dioses las catástrofes naturales es tan frecuente que recibe en inglés el apelativo de acts of God. En consecuencia, dada la estrecha relación que la mayor parte de las religiones mantienen con la moral, la conclusión es inmediata: castigo por nuestros pecados. Un pecado, el egoísmo, que para el designio del «crecimiento económico» es la máxima virtud.
Sea cual sea el efecto del tsunami, con sus miles de muertos, la destrucción generalizada de la zona y sus desplazados, las inquietantes informaciones sobre las centrales nucleares, su inseguridad temporal, descapitalización y drenaje de agua y fondos públicos, con su efecto deletéreo en el resto del planeta, para quienes no estamos afortunadamente allí es una noticia, con el tratamiento económico y político propio de toda noticia. Impacto periodístico y manipulación mediática logran que experimentemos un miedo más de los muchos que se nos apacientan.
Para los japoneses, los únicos que han sufrido un ataque nuclear, la noticia se inscribe en un imaginario futurista propio del manga, y la catástrofe natural posee un significado que no tiene por qué coincidir con el que se da en este falso mundo laico que ha impuesto mundialmente su calendario. Para este mundo, la noticia es un espejo donde definir de forma invertida nuestros rasgos culturales. Se subraya, así, la solidaridad de los japoneses para aceptar los apagones sectoriales que desordenan durante ese tiempo la «sociedad del conocimiento» basada en los dispositivos electrónicos, muchos de ellos diseñados y construidos en aquel país. Poco egoísmo parece haber, pues, en esa respuesta de un país culturalmente tan sociocéntrico.
Frente a la desmesura de esta época dirigida ciegamente por la ideología titánica, la catástrofe japonesa ha descubierto los pies de barro del Titán y la necesaria solidaridad para no quedar sepultados bajo las ruinas de su desmoronamiento.
Fuente: Revista Agenda Viva/ Fundación Félix Rodriguez de la Fuente.
Psicólogo analítico. Miembro fundador de la Sociedad Española de Psicología Analítica, la Asociación Transpersonal Española y la Fundación Carl Gustav Jung de España. Coordinador de la edición de los primeros volúmenes de las Obra completas de C. G. Jung (Trotta, Madrid, 1999 ss.)
Shintaro Ishihara, que a sus 78 años repite por cuarta vez su mandato como gobernador de Tokio, calificó en un principio el maremoto que ha destruido el nordeste de Japón como un «“castigo divino” que debía ser utilizado para lavar el egoísmo de los japoneses. Luego se disculpó» (J. Reinoso, El País, 11/4/2011). Esta reacción de imputar a los dioses las catástrofes naturales es tan frecuente que recibe en inglés el apelativo de acts of God. En consecuencia, dada la estrecha relación que la mayor parte de las religiones mantienen con la moral, la conclusión es inmediata: castigo por nuestros pecados. Un pecado, el egoísmo, que para el designio del «crecimiento económico» es la máxima virtud.
Sea cual sea el efecto del tsunami, con sus miles de muertos, la destrucción generalizada de la zona y sus desplazados, las inquietantes informaciones sobre las centrales nucleares, su inseguridad temporal, descapitalización y drenaje de agua y fondos públicos, con su efecto deletéreo en el resto del planeta, para quienes no estamos afortunadamente allí es una noticia, con el tratamiento económico y político propio de toda noticia. Impacto periodístico y manipulación mediática logran que experimentemos un miedo más de los muchos que se nos apacientan.
Para los japoneses, los únicos que han sufrido un ataque nuclear, la noticia se inscribe en un imaginario futurista propio del manga, y la catástrofe natural posee un significado que no tiene por qué coincidir con el que se da en este falso mundo laico que ha impuesto mundialmente su calendario. Para este mundo, la noticia es un espejo donde definir de forma invertida nuestros rasgos culturales. Se subraya, así, la solidaridad de los japoneses para aceptar los apagones sectoriales que desordenan durante ese tiempo la «sociedad del conocimiento» basada en los dispositivos electrónicos, muchos de ellos diseñados y construidos en aquel país. Poco egoísmo parece haber, pues, en esa respuesta de un país culturalmente tan sociocéntrico.
Frente a la desmesura de esta época dirigida ciegamente por la ideología titánica, la catástrofe japonesa ha descubierto los pies de barro del Titán y la necesaria solidaridad para no quedar sepultados bajo las ruinas de su desmoronamiento.
Fuente: Revista Agenda Viva/ Fundación Félix Rodriguez de la Fuente.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)